17 March 2014

DIBUJAR LA NATURALEZA


De las muchas torpezas que los arquitectos promovemos con frecuencia, el hecho de dibujar la naturaleza constituye, quizá, la más hermosa. En nuestros planos aparecen representados de alguna manera árboles y plantas, ríos y mares, océanos desprovistos del azul celeste de los mapas. Pero ¿acaso es posible condensar las mareas o los paisajes en un pedazo de papel? “Las bellezas desaparecerán en mi pluma como asesinatos reiterados”, escribe el propio Le Corbusier consciente de las limitaciones del dibujo cuando se trata de abordar la Naturaleza (1). 

Sin embargo, y paradójicamente al mismo tiempo, la naturaleza forma parte indisoluble de cualquier documento gráfico relacionado con la arquitectura. La señal necesaria del norte giratorio, el gran Norte de la planta, nos hermana con el sol y las estrellas; los niveles saltarines de la sección, reivindican arrogantes su lugar sobre la cota cero del nivel del mar (siempre el Mar); el terreno seccionado muestra el espesor de la Tierra bajo el vapor de agua contenido en el aire que respiramos. La naturaleza contempla la arquitectura incluso cuando nosotros no la contemplamos.

Dibujar la naturaleza supone el primer y más importante acto de reconocimiento: “todo lo que se mueve o se balancea, todo lo que tiembla o se estremece, ha reconocido ante sí a un ser semejante. […] Haz que se muevan (los árboles dibujados) como nosotros nos movemos” (2). La práctica consistiría entonces no en dibujar el cuerpo sólido de la naturaleza, sino su vocación oscilante, su agitación como ser vivo y, por lo tanto, vacilante; como la representación del agua en Fallingwater (3). Si se observa con la suficiente calma, se puede observar el movimiento de la corriente del río bajo la casa, adivinar (como hacen los pescadores) la velocidad y profundidad del cauce antes y después de la cascada. El agua derramada fluye hacia los extremos, se extiende, se arremolina y vuelve al centro, se detiene y avanza de nuevo hacia las rocas de la orilla liberando remansos y recovecos. Más allá está el mar, no importa la distancia ni las fuerzas que se interpongan. No hace falta dibujarlo.

NOTAS

(1) Le Corbusier, La Voyage d’Orient, 1911 (publicado por primera vez en 1965). Ver “Oh, Brueghel (El Doble del mundo)”, Luis Moreno Mansilla, Circo 2000.79
(2) “Principios”, Luis Martínez Santa-Maria, Madrid, Lampreave 2012, pág. 95.
(3) Casa Kaufmann, Frank Lloyd Wright, Arroyo Bear Run, Pensilvania, EEUU, 1936-39. 

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